© Natalie Volkmar Ossa / Publicado en Desde Abajo
Pasaba
los tornos de un control de seguridad en España cuando un guardia civil le recordó
a un periodista que le enseñaba sus bolsillos vacíos de artefactos, que la
pluma era más peligrosa que un arma. Este instrumento, de tintero, carbón o
dígitos fabricados desde un ordenador, si bien ha denunciado los abusos de
poder y dado voz a los invisibilizados, también ha sido utilizado a lo largo de
los siglos para incendiar y quebrantar sociedades.
Narrativas
fabuladas, información engañosa enfocada a sembrar incertidumbre; tácticas
retóricas y una violencia verbal encaminada a despertar el germen del odio han cristalizado
en actos terroristas, golpes de Estado, guerras civiles, persecuciones a
colectivos y exterminios. “Inventar y expandir ficciones, fantasías, ilusiones”
en aras a desinformar, manipular y controlar, es algo que ha existido durante
miles de años, anotó Yuval Noah Harari al matizar que la mayoría de los
alemanes que votaron a Hitler en 1933, lejos de ser psicópatas, aplaudieron al
nazismo por “un problema de información”.
En
este sentido, el funcionamiento de las campañas de desinformación se basa en instrumentalizar
a la opinión pública, pilar imprescindible para la salud democrática. Si bien, esclarece el especialista en
comunicación, Jordi Ballera: “Se requiere anclar esa campaña en un evento
traumático que haya tenido un impacto emocional relevante entre los ciudadanos,
y que les haya conmocionado. Esa conmoción genera agitación entre la población
que demanda una respuesta que garantice la seguridad futura”.
Siendo
así, a partir de un acontecimiento como puede ser un atentado, una reducción de
poder drástica para un sector de la población, ataques terroristas…, los
actores interesados aprovechan el miedo latente entre la población para
avivarlo.
No
es extraño, explicó el historiador González Calleja, que el miedo sea aplicado
como táctica ya que, al igual que la agresividad, está programado en la
conducta del hombre como supervivencia al medio hostil, de modo que frente a
una amenaza el ser humano responde atacando, acción que puede desencadenar
conductas con un grado de violencia equiparable al nivel de temor que esté padeciendo,
tal como buscan los instigadores.
Cabe
recordar el papel que jugó parte de la prensa chilena, con El Mercurio a la
cabeza, en generar un clima prebélico para justificar el posterior golpe de
Estado al legítimo gobierno de Allende. Así mismo, la limpieza étnica en la ex
Yugoslavia estuvo precedida por una feroz campaña de incitación al odio. En
relación con los efectos que provoca la creación semántica del enemigo y su articulación
mediática, indicó Ballera: “Hay una graduación, una escala, una cronología del
odio. La indiferencia, la burla, el desprecio, el odio y finalmente la
eliminación”.
De
tal manera que, tras la degradación, cosificación y animalización verbal del otro,
a la cual se refirió en su día Hannah Arendt como la “elocuencia del diablo”,
el temor se convierte en aversión al supuesto enemigo y ante todo lo que él representa.
Cuando
bajas el tono para que el vecino no escuche tu opinión política, silencias tu
preferencia ideológica en el trabajo por temor a un despido, miras con rencor a
un miembro de la familia que opina diferente, detestas a un colectivo que
también te aborrece y sientes cómo te hierve la sangre de rechazo hacia el contrario,
en ese momento, la violencia verbal está a un paso de convertirse en física,
teniendo en cuenta que, tal como perfiló el historiador y filósofo Xabier
Irujo: “la esencia del mal radica precisamente en la ausencia de empatía”.
“Los
tutsis ya no nos parecían humanos, ni siquiera criaturas de Dios”, atestiguó un
victimario, en alusión a lo fácil que les resultaba “suprimirlos” durante el genocidio en Ruanda
(Hatzfel, 2006). La gravedad de esta
violencia verbal radica en que, una vez deshumanizado el grupo social, los
victimarios ya no consideran que en su represión haya cabida para los derechos
humanos, expresó Gideon Levy al referirse a la estigmatización sufrida por los
palestinos.
Observamos
que esta estrategia de antaño se expande con mayor velocidad en el ecosistema del
ciberespacio, donde el propio ciudadano -incauto y manipulado- participa en la
propagación de noticias falsas circunscritas en aquellas campañas de
desestabilización que forman parte de las actualmente denominadas: amenazas
híbridas.
En
esta coyuntura geopolítica, convulsa e incierta, marcada por el auge de una
extrema derecha retrógrada y xenófoba, por gobernantes de potencias que izan
las banderas bélicas, ponen en riesgo la seguridad mundial y demuestran un
ofensivo desprecio hacia los derechos humanos; en este contexto, sin obviar, un
crimen organizado transnacional que pretende asentarse en los Estados y élites
económicas, las campañas de desinformación operan en la esfera cognitiva para
confundir y atizar a los ciudadanos, susceptibles de pasar de víctimas a
potenciales victimarios.
Ante
escenarios políticos cada vez más polarizados, frente a la ilimitada libertad de
expresión que circula por las redes sociales y en algunos medios de
comunicación incendiarios, y considerando que los ciudadanos somos el
instrumento del que se valen los actores hostiles para sembrar el desconcierto,
la tensión social y fracturar nuestros lazos de convivencia, sería pertinente repensar
el vínculo existente entre ética y libertad ya que, tal como subrayó Xabier
Irujo: “No hay ética sin responsabilidad con respecto a otros individuos como
tampoco hay libertad sin obligación hacia estos”.
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