“Quisiera
no decir mucho para no perturbar el silencio de las madres ausentes que
arañaron esta montaña de escombros con la fuerza del amor, la memoria y la
desgarrada esperanza”, fueron las palabras del magistrado de la Jurisdicción
Especial para la Paz (JEP), Gustavo Salazar, al iniciar la intervención forense
en La Escombrera, Comuna 13 de Medellín, en busca de víctimas de la
desaparición forzada durante el conflicto armado en Colombia. El pasado 18 de
diciembre, una poderosa luna roja se descubría ante las montañas antioqueñas de
la mano de las primeras estructuras óseas halladas bajo tierra.
Las
pruebas encontradas han ido demostrando que la existencia de cuerpos bajo fosas
clandestinas en La Escombrera no era una leyenda urbana; las madres “no estaban
locas, como en su momento había señalado el Estado y la sociedad”, comunicó la
JEP.
El
método de la desaparición forzada ha ido engrosando la tierra de impiedad, ha colmado
hogares de un lamento prolongado, de un eterno insomnio con lágrimas de
impotencia, de velas que, bajo cientos de lunas, alumbraron cada noche el
recuerdo; miradas penetrantes, tiernas, acongojadas por la añoranza del abrazo
perdido.
Titánicas
las voces que, durante décadas, consagraron su amor a la búsqueda; manos
curtidas sosteniendo las fotografías de los rostros desaparecidos, su anhelo,
reivindicando los cuerpos robados, arrojados, pronunciando sus nombres queridos.
Aquella fuerza irrefrenable de la dignidad, que logró vencer al miedo, fue fisurando
el silencio; destapando la opacidad de un modelo represivo trazado para acallar
la historia de la víctima.
Este
método está blindado por un muro que obstaculiza su investigación, su cobertura
periodística y la labor documental: ¿cómo testimoniar lo invisible, lo
incorpóreo, lo clandestino, lo sumergido? “Tú, investigador, busca por todas
partes, en cada parcela del terreno. Allí encontrarás enterrados documentos,
los míos y los de otra gente, que sacan a la luz la crudeza de todo lo que aquí
ha sucedido”, podía leerse en un escrito encontrado en Auschwitz al cual alude Didi-Huberman
para referirse a la necesidad de desenterrar fragmentos que puedan desmontar el
“plan de desimaginación” de los victimarios. Y es que, aquellas violencias invisibilizadas,
han quedado relegadas a lo inimaginable, intangible, indescriptible; a un
peligroso paso de lo increíble e irreal.
Precisamente,
hacer pasar la ignominia por una invención, un mito, forma parte de la
narrativa intrínseca a estos patrones represivos, edificados en la negación, tergiversación
y ocultación de la verdad. Ya Hanna Arendt explicaba que el nazismo estaba
convencido de que el éxito de sus crímenes residía en que nadie del exterior “podría
creérselo”.
En
sintonía con ello, las últimas palabras que escribió Matilde Gras en sus
Memorias sobre la represión franquista y ejecución de su marido, caligrafiaron una
esperanza: “Espero que todo esto que os he contado no lo toméis como un
cuento”. A pesar del salto en el tiempo,
también las madres que reclamaron la búsqueda de sus familiares en La
Escombrera han tenido que demostrar que no narraban cuentos.
Ante
esta estrategia de negación se torna imprescindible, desde un punto de vista
social, periodístico e histórico: investigar, hallar y visibilizar las intervenciones
forenses que vienen a completar aquella labor documental inacabada, sesgada, abortada
por una narrativa que ha tergiversado la historia, pretendiendo reducir métodos
como la desaparición forzada a lo que temía Matilde…a una leyenda o fantasía,
cuando por el contrario, ha sido una realidad tangible, descriptible,
estandarizada y sistemática.
Ejemplo
de su meticulosa planificación lo revelan las dolorosas cifras de desaparecidos
que dejó en América Latina la implantación de la Doctrina de la Seguridad Nacional
durante la Guerra Fría. El investigador Prudencio García, coronel retirado y ex
miembro del equipo de expertos internacionales de la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico de la ONU en Guatemala, destacó en Crímenes de Guerra que la Escuela
de las Américas, fundada en el Canal de Panamá, adiestró a miles de jefes y
oficiales de ejércitos latinoamericanos con el objetivo de derrocar al “enemigo
interior” y a sus “potentes tentáculos subversivos” de ámbitos civiles,
eclesiásticos, empresariales, universitarios, artísticos, literarios… Este
elaborado aparato doctrinal estadounidense amplió el ángulo de acción en su
lucha contra el comunismo a opositores políticos, defensores de derechos
humanos, activistas sindicales o estudiantes que, aun siendo democráticos, se
les reducía a la categoría de individuos que merecían ser secuestrados,
torturados y finalmente eliminados, con o sin desaparición de su cadáver. La puesta
en marcha de la Operación Cóndor contribuyó a incrementar el horror.
Tras
décadas de negación, con la apertura de las fosas comenzó a emerger lo encubierto,
lo prohibido, lo silenciado, lo tabú; historias que hasta entonces habían sido ignoradas,
se fueron tornando visibles, legibles y demostrables. En este sentido, se establecía
un diálogo pendiente entre un pasado soterrado y un presente inconcluso, en
aras a esclarecen una verdad secuestrada, ignorada y estigmatizada.
Detener
este proceso, truncar la memoria colectiva, teledirigirla a un camino
unidireccional; vaciar de verdad la historia borrando las desapariciones forzadas
como aspira el gobierno de Milei y sectores de la ultraderecha mundial, denota
un acuciante desprecio hacia los derechos humanos.
Pertenezcan
o no los hallazgos en La Escombrera a desaparecidos en el marco de la Operación
Orión, el salto ha sido enorme: la indiferencia vertida sobre las madres
buscadoras a lo largo de más de veinte años ha quedado atrás.
Ellas,
empoderadas, han demostrado que son capaces de revelar aquellos testimonios que
la impunidad condenó al olvido, pero que la dignidad sigue luchando por
rescatar.
Publicado en Desde Abajo