Colombia,
una lucha eterna; entre el amor y la guerra
Fotografía de Jesús Abad Colorado López, extraída de su Exposición "El Testigo". |
Me
voy a conceder el permiso de no darle rienda suelta a la belleza y sutileza que
trae consigo la literatura, para hablar con la claridad que exige la
inquietante situación que desvela un reciente informe de la Organización de Naciones Unidas, que señala a Colombia como el país con el mayor
número de defensores de derechos humanos asesinados en América Latina: "en
un contexto de altos índices de impunidad”.
Bajo
esta circunstancia, el reciente asesinato de Arley Chalá, uno de los escoltas
de Leyner Palacios -líder social de Bojayá, Chocó, en la zona del Pacífico- no
representa un caso aislado. Forma parte de un entramado de amenazas
sistemáticas que sufren los líderes y lideresas sociales que, tal como alertó
la ONU:
"defienden
los derechos humanos en zonas rurales, en particular el Acuerdo de Paz, la
tierra, los derechos de los pueblos étnicos y el medio ambiente, frente a los
intereses de grupos criminales, grupos armados e ilegales, y frente a los
intereses de actores estatales y no estatales como empresas nacionales e
internacionales y otros grupos de poder”.
Si
ampliamos el abanico geográfico y echamos una mirada al pasado, fructíferas
investigaciones de diversos ámbitos profesionales han demostrado que
arrebatarle la vida a una persona por intereses empresariales, políticos o
ideológicos, siempre conlleva un consenso, una fría planificación: son crímenes
silenciosa y cuidadosamente premeditados. Ante esta situación y por lógica,
resulta insuficiente condenar únicamente a los ejecutores de unos actos tan
cobardes e indignos, como son los reiterados asesinatos a defensores cuya única
arma ha sido la palabra, y su objetivo vivir en paz.
Por respeto a la verdad, tenemos la responsabilidad de demandar una profunda investigación que esclarezca aquel interrogante que no cesa de parpadear: ¿quién ordena, financia y extrae beneficios de estos asesinatos?
Dejar
adormilar esta inquietud es un signo de “no querer saber” o lo que es lo
mismo, es darle la espalda a la memoria de las personas silenciadas, a su
familia, a su entorno. No podemos permitir que su historia sea borrada, esto
supondría una puñalada al único sentimiento capaz de traspasar fronteras hacia
un cálido y desinteresado abrazo colectivo: la solidaridad.
De
hecho, es la perseverancia por querer descubrir “más allá de la superficie” lo
que tanto ha irritado y exasperado a lo largo de la historia a aquellos culpables
que, creyéndose con derecho divino o legítimo de una eterna y extraña
impunidad, se resguardaban en su zona de confort, confiados de estar
custodiados por su privilegiada posición: aquella que da el poder de decidir
sobre el destino de una persona, el poder de conspirar y de escapar a la
justicia, es decir, el poder manchado.
Esta
categoría de culpables generalmente suele estar camuflada de un aterrador
cinismo. Pongamos por ejemplo las desapariciones forzosas durante la dictadura
de Argentina, Chile, España y tantas más: ¿no era cinismo recibir a las madres
destrozadas preguntando por el paradero de su marido, de su hijo, y que las
autoridades -aun sabiéndolo- las condenaran con su silencio a morir de
angustia? Hay que ser muy frío -gélido- para apretar el gatillo, pero no menos
hay que serlo para ocultar y tergiversar la verdad.
Pese a ello, el tiempo ha demostrado que la verdad es paciente, no es perecedera; la verdad permanece titilando, desenterrando pequeñas pistas, estrellas que alumbran a investigadores y generaciones esperando ser descubiertas.
Si
bien, para ello es necesaria la mirada y el reclamo de toda una sociedad. Y en
el caso de Colombia, esta solidaridad y conciencia social, deben extenderse
hasta el ámbito internacional a fin de exigirle a un gobierno impasible hasta
el momento, que adopte medidas de protección urgentes.
Porque
desatender a las comunidades afros e indígenas, a sus campesinos, a los
trabajadores por la paz y la reconciliación de un país donde la tasa de
asesinatos a líderes sociales y defensores de derechos humanos ha superado de
una manera alarmante lo inimaginable, genera una profunda inquietud: ¿ dónde se ha visto que sea lícito abandonar o arrojar a un pueblo a las balas?
Lo que
deriva en una reflexión obligada: ¿ cuál es el nivel de culpabilidad de las
autoridades cuando deciden taparse los oídos ante las aclamadas peticiones de
ayuda? ¿Es que no se convierten en cómplices de “la culpa”?
Leyner Palacios, sobreviviente a la masacre de Bojayá (2002), sigue amenazado de muerte por defender, con la palabra, los derechos de su comunidad; por denunciar, con la palabra, la falta de seguridad; por resistir, con la palabra, bajo las condiciones más adversas. Amenazado por no abandonar a su pueblo, amenazado por no abandonar la palabra.
Pero, ¿qué tendrá la palabra para ser tan temida? ¿Será que tiene el poder que no logra tener las balas?
Ante
esta alarmante situación en Colombia, medios de comunicación, organismos y
voces internacionales, tienen puesta su atención en comprobar qué decisión
adoptará el gobierno: si va a decantarse por las balas, o por el clavel: por más
guerra, o por el diálogo.
Hasta entonces, la esperanza y la palabra seguirán abanderando la Paz a través de millones de voces, porque como la verdad, son inmunes al tiempo y a las balas.