miércoles, 19 de junio de 2019

HOMENAJE A UN ABUELO, Y A SU TIERRA. Carta desde el "Claustro de San Agustín"



Guayasamín, Abrazo (Serie Ternura), 1986-87.

A la memoria de 
José Efrén Ossa Gómez


Cierro los ojos y veo un hermoso rostro mestizo de ojos verdes fumando cigarrillos Pielroja, de alegre carcajada, con unas pupilas soñadoras capaces de transportarnos allá donde solo llegan las rancheras.

Hace unos años en París me llamó la atención una fotografía en blanco y negro que le daba vida a una lápida; era una pareja jovial que paseaba tomando un helado por una calle de principios del siglo XX. Sin necesidad de un mausoleo era la tumba más bella y viva del cementerio parisino.

José Efrén Ossa junto a Inés Gómez. 
Aquella imagen me recordó a los paseos de mis abuelos recién casados cuando comenzaban a desplegar su madurez en libertad. Fue por ellos que conocí el encantador ajetreo de Medellín, la calidez de los antioqueños, sus originales y evocadoras historias, sus artistas y hermosas flores. Recuerdo también el centro histórico de Bogotá, con su pintoresca Candelaria, de ambiente universitario y popular, sus licorerías, fotocopiadoras, talleres de arte y teatros... resguardada siempre por aquella bruma que habita en sus cerros.

Regresé una y otra vez a su tierra hasta que un día, rodeado de flores cortadas que auguraban su partida, me pidió que le escribiera un último cuento. Tras aquel pacto sellado por la triste despedida jamás volví a verle.  Comencé entonces a buscarle a través de su entorno...

Hace unos años en un archivo de Madrid escuché que un muchacho de descendencia africana pedía llevarse un trozo de tela que había grapada a su partida de nacimiento. Era del vestido de su madre que antes de darlo en adopción había querido dejarlo como señal. El chico les pedía a los funcionarios que le permitieran llevárselo, les explicaba que iba a viajar a África y que la brújula para encontrar a su madre era el dibujo del vestido que le indicaría a qué tribu pertenecía.

Siempre buscamos algo con lo que reencontrarnos, conocido o no…, urgente o caprichoso, pero en cualquier caso existe cierta poesía en el acto. Conozco a un compañero que lleva doce años cogiendo el autobús, el mismo día del año, para llevarle una rosa roja a su abuela. A veces lo sigo secretamente y contemplo su caminar pausado, pensativo y ajeno a las miradas, depositando su rosa sobre el recuerdo silenciado de su lejana infancia.

En mi caso, el reencuentro que busqué con mi abuelo se condensó en una imagen abstracta y pictórica: Colombia. Complejo país, bello y cruel, hijo “del amor y otros demonios”, donde las flores vuelven a crecer después de haber sido machacadas, donde la música emana del aire como el olor de la arepa recién hecha, y donde las miradas profundas acallan su tristeza a través de un baile.

Pero comprender la realidad de un país tan castigado conlleva abordar un tema socialmente tabú: su conflicto armado.

Oswaldo Guayasamín, Ataúd BlancoSerie Huacayñán (Camino del Llanto), entre 1946 y 1952.
Durante años la mayoría de la gente parecía no saber, decía no conocer sus causas, su historia. Los reclamos sociales ante una pobreza devastadora, los contrastes económicos tan acuciados, las desapariciones forzosas, el surgimiento de las guerrillas, la formación y financiación de los grupos paramilitares, el papel del ejército, y la situación de las familias de campesinos -abandonadas a su suerte y reducidas a un objetivo táctico para amedrentar al enemigo- parecían ser temas inapropiados

Sin hablar de ello y en la sombra, se fue engrosando una espiral de miedo, odio, dolor y venganza, consecuencia de una extrema violencia que afortunadamente se atrevió a pintar Fernando Botero. Aquel antioqueño, tan apreciado desde la juventud por el lado más bohemio de mi abuelo, logró transportar un tema tabú a la esfera pública de debate y conciencia, proponiendo desde el arte, una nueva forma de mirar los efectos de la violencia. Un paso gigante.


Sin embargo, preguntar por ello en la cotidianidad seguía siendo un callejón sin salida. Los rostros se incomodaban, esquivaban las preguntas y los grandes grupos mediáticos manipulaban con informaciones sesgadas y contradictorias. Precisamente esa desinformación ya evidenciaba que el país sufría una guerra más allá del narcotráfico, la cual ningún grupo mediático parecía tener la intención de documentar, sin censura previa.


Eduardo Kingman, Plegaria.
Han pasado años desde aquello y ahora, en mi último viaje a ese encuentro habitual con mi abuelo, me detengo en el Claustro de San Agustín. Sigiloso lugar del siglo XVIII, espacio de cobijo, reflexión y sosiego en medio del bullicioso centro de Bogotá.
A lo largo del recorrido veo que sobre las paredes, históricamente blancas, inmaculadas y cristianas, comienzan a emerger en forma de milagro rostros de distintas regiones de Colombia. 
Parecen surgir del fondo de una gruesa fisura en la pared, y avanzar desde la oscuridad hacia nuestros ojos para convertirnos, en testigos de su pasado.
Esta nítida aparición del pueblo colombiano sobre las paredes que nos revelan, en carne y hueso, las lágrimas derramadas o contenidas del conflicto armado, es el resultado del compromiso del periodista y fotógrafo antioqueño: Jesús Abad Colorado .
Cada historia registrada por su mirada merece ser contada, compartida y escuchada, cada una de ellas tiene un nombre, y una historia familiar que bien podría haber sido la nuestra. 
Desde la primera planta del claustro se puede contemplar el palacio presidencial, la Casa de Nariño que se halla a escasos metros. Mirando por la ventana recordé una tarde de paseo con mi madre, bordeábamos el exterior de aquel palacio cuando un cuatro por cuatro nos arrolló, salieron varios hombres con pasamontañas y nos apuntaron con sus armas. 
Yo tenía ocho años, recuerdo agachar la mirada agarrándole fuerte la mano a mi madre mientras fijaba la vista únicamente en los vaqueros y botas de aquellos hombres sin rostro. Era la escolta presidencial, la familia se disponía a salir de domingo ...


Volviendo en sí de aquel flashback, y viéndome en el claustro rodeada de los rostros más hermosos y adoloridos, las miradas más profundas y humanas, me di cuenta de la falta de protección que habían tenido las familias de los campesinos durante todo el conflicto armado: el poder no había velado por su seguridad, como lo había hecho por la suya.  

Me viene a la memoria las pinturas negras de Goya y un Saturno devorando a sus hijos como metáfora de la despreocupación que existe en las guerras por parte del Estado, y de los grupos armados, hacia los civiles que acaban siendo cruel y deliberadamente devorados. No deja de resultar inquietante que se siga alimentando "el culto a la guerra" en nombre de la patria cuando es el pueblo quien muere.  
La exposición El Testigo, no habla de patria, sino de Patrimonio Cultural, de amor a la tierra y a la palabra, de dignidad y memoria. Esa es la resistencia que nos enseñan las víctimas de Colombia: sembrar la esperanza de volver a vivir en paz.

En este claustro me refugio hoy para escribirte un 19 de junio, día en el que cumplirías 100 años. Elijo este santuario improvisado que reivindica el respeto por el proceso de paz, y por la construcción de la memoria de tu pueblo para escribirte el "último cuento", aquel que teníamos pendiente. El relato versa sobre ti y tu tierra, a la cual he llegado a amar durante los reiterados viajes a tu encuentro, cobijados siempre por tu sabiduría, por tu incondicional ternura.






Exposición Permanente

Organiza la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia 

Centro Histórico de Bogotá, Colombia