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Vladimir Ryabchikov
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© Natalie Volkmar Ossa
La luna anunció la media
noche. Se diría que habría muchas cenicientas despilfarradas entre los
rascacielos de la zona adinerada aunque lejos del epicentro de negocios y
discotecas de moda, la otra cara de la ciudad callaba... tan solo se oía el
ronroneo del motor de un automóvil.
Sibila desconfiaba. Se encontraba frente a su casa, en un barrio periférico donde familias sin hogar, vagabundos e indigentes, barridos por la policía del centro neurálgico, se amontonaban en torno a fogatas improvisadas. El aire olía a sopa, a sudor y alcohol barato.
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Ángel Orcajo, La
imagen permanente, 1989.
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De pronto, una silueta
blanca recortó la noche… era quizás un manto pesado que simulaba el tono grave
de una ópera… o el suspiro de Wagner…, en cualquier caso, se desplazaba de
forma sinuosa y discreta.
Sibila tembló, permanecía al fondo de un callejón de
basura donde los perros raquíticos deambulaban sin esperanza y no se escuchaba
ni un solo ladrido al paso de aquello que parecía ser la túnica de un diablo
vestido de ángel.
Encogida como un animal al asecho, la pequeña fijó
su atención en el caminar cauteloso de aquella figura… apretó los dientes y aguardó. Al aproximarse, Sibila saltó enloquecida y con furia temeraria se abalanzó
sobre ella, momento en el cual, por
designio de los dioses -según Sibila-, la atmósfera se cubrió de plata.
Tronó. Aquel cielo -profundo océano contaminado, triste carretera
de asfalto- se desquebrajó en grietas metálicas por donde comenzaron a caer
extravagantes cantidades de agua y con ella, la silueta se escurrió entre sus dedos.
Sibila, deslumbrada por
la agilidad de aquella figura, la siguió fascinada con su
mirada... Mientras, como si se tratase de una época lejana y mísera, la
ciudad rompía en quejidos: los perros aullaban, los sintecho corrían
despavoridos bajo la lluvia y las sombras se multiplicaban por las paredes
al tiempo que sus dueños resbalaban como muñecos de trapo olvidados.
Los rugidos de la tormenta y el sonido afilado de un hombre que acariciaba la lluvia con su violín hacían bufar a los gatos y bailar a Sibila, que
enamorada de tal noche tormentosa olvidó su vestido de niña correcta y se puso
a ladrar magnetizada por la pantomima y las sombras que desprendía aquel muro del callejón sin salida.
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Ángel Orcajo, Amenaza al amanecer, 1973. |
Obnubilada por aquella
persecución de rayos, sombras, perros y agua, la chiquilla se quedó petrificada
bajo una farola que a cada parpadeo lanzaba chispas eléctricas impidiéndola
distinguir la multitud de rostros que giraban como máscaras a su alrededor, entre ellas... aquella silueta… de túnica lisa y brillante… a cuyo paso la oscuridad
agachaba su rostro.
Sí, esa noche Sibila era
feliz, con sus pies menudos metidos en un charco de suciedad y barro, no
atendía a las órdenes de su abuelo y seguía ladrando como una bestia a aquella pared
habitada por seres de un mundo tan extraño como cautivador.
Inesperadamente, sonó el
estruendo de un motor.
La
silueta blanca desapareció. Una fila de motos iluminó el muro frente al cual se
encontraba la niña. Sibila
paró de ladrar al tiempo que su mundo fantástico se desvaneció.
Aquel foco que acariciaba el muro... silueta blanca y sinuosa... se fundió, quedando una pared insípida, despoblada de personajes,
historias y emociones.
La sesión de cine se interrumpió.
El proyector se habría reventado por la lluvia. Los faros de las motocicletas de algunos vecinos alumbraban el paso al resto; unos regresaban a sus pequeñas casas de ladrillo, otros en busca de cubiertas y cartones secos para refugiarse.
Sibila se aferró a la
mano de su abuelo y juntos, bajo la lluvia, esperaron frente al muro con la esperanza
de que el proyector volviera a activar su imaginación.
La pequeña se resistía a
volver a su rutina, siempre aburrida frente a esa diminuta ventana al mundo que
le ofrecía el televisor donde muñecas maquilladas y repeinadas le intentaban
enseñar los buenos modales de la vida. Ella no quería ser así, prefería viajar
de la mano de su abuelo y de aquel manto blanco, ángel o diablo, pero capaz de
descubrir ante ella mundos lejanos y desconocidos, tan reales o ficticios como
ella.
Indefinidos años después, una
mujer salía del cine y se alejaba entre los rascacielos, construcciones cada vez
más corrientes, livianas y acartonadas que le parecían simples decorados de
película. Subió a una buseta destartalada hasta llegar a su modesto barrio.
La luna comenzaba a entreverse, aceleró el paso.
Poco
antes de abrir la puerta de su humilde casa y con los mismos ojos vivaces de
Sibila, volteó el rostro hacia el callejón que utilizaban los vecinos en su
infancia para proyectar películas al aire libre sobre aquel muro.
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Oswaldo Guayasamín |
Fotograma a
fotograma reconstruyó aquella escena lluviosa hasta quedarse dormida en su
recuerdo. La luna marcó sobre la colina la medianoche. Observó
las luces de los rascacielos que con tanto orgullo y cinismo gobernaban su
ciudad…, su familia vociferaba para que preparase y sirviera la cena.
Guardó
silencio y esbozó para sí una pausada y delicada sonrisa. Así era, ir al cine
se había convertido en su refugio clandestino.
Ese era su único y gran secreto:
después de largas horas limpiando el interior de aquellos rascacielos, cada
atardecer compraba una entrada para sumergirse, entre la realidad y la fantasía,
en la oscuridad de Sibila...