domingo, 14 de octubre de 2018

LA OSCURIDAD DE SIBILA


Vladimir Ryabchikov 

© Natalie Volkmar Ossa

La luna anunció la media noche. Se diría que habría muchas cenicientas despilfarradas entre los rascacielos de la zona adinerada aunque lejos del epicentro de negocios y discotecas de moda, la otra cara de la ciudad callaba... tan solo se oía el ronroneo del motor de un automóvil. 
Sibila desconfiaba. Se encontraba frente a su casa, en un barrio periférico donde familias sin hogar, vagabundos e indigentes, barridos por la policía del centro neurálgico, se amontonaban en torno a fogatas improvisadas. El aire olía a sopa, a sudor y alcohol barato.

Ángel Orcajo, La imagen permanente, 1989.
De pronto, una silueta blanca recortó la noche… era quizás un manto pesado que simulaba el tono grave de una ópera… o el suspiro de Wagner…, en cualquier caso, se desplazaba de forma sinuosa y discreta. 
Sibila tembló, permanecía al fondo de un callejón de basura donde los perros raquíticos deambulaban sin esperanza y no se escuchaba ni un solo ladrido al paso de aquello que parecía ser la túnica de un diablo vestido de ángel.
Encogida como un animal al asecho, la pequeña fijó su atención en el caminar cauteloso de aquella figura… apretó los dientes y aguardó. Al aproximarse, Sibila saltó enloquecida y con furia temeraria se abalanzó sobre ella, momento en el cual, por designio de los dioses -según Sibila-, la atmósfera se cubrió de plata.

Tronó. Aquel cielo -profundo océano contaminado, triste carretera de asfalto- se desquebrajó en grietas metálicas por donde comenzaron a caer extravagantes cantidades de agua y con ella, la silueta se escurrió entre sus dedos. 


Sibila, deslumbrada por la agilidad de aquella figura, la siguió fascinada con su mirada... Mientras, como si se tratase de una época lejana y mísera, la ciudad rompía en quejidos: los perros aullaban, los sintecho corrían despavoridos bajo la lluvia y las sombras se multiplicaban por las paredes al tiempo que sus dueños resbalaban como muñecos de trapo olvidados.



Los rugidos de la tormenta y el sonido afilado de un hombre que acariciaba la lluvia con su violín hacían bufar a los gatos y bailar a Sibila, que enamorada de tal noche tormentosa olvidó su vestido de niña correcta y se puso a ladrar magnetizada por la pantomima y las sombras que desprendía aquel muro del callejón sin salida.


Ángel Orcajo, Amenaza al amanecer, 1973.
Obnubilada por aquella persecución de rayos, sombras, perros y agua, la chiquilla se quedó petrificada bajo una farola que a cada parpadeo lanzaba chispas eléctricas impidiéndola distinguir la multitud de rostros que giraban como máscaras a su alrededor, entre ellas... aquella silueta… de túnica lisa y brillante… a cuyo paso la oscuridad agachaba su rostro.
Sí, esa noche Sibila era feliz, con sus pies menudos metidos en un charco de suciedad y barro, no atendía a las órdenes de su abuelo y seguía ladrando como una bestia a aquella pared habitada por seres de un mundo tan extraño como cautivador.

Inesperadamente, sonó el estruendo de un motor. 

La silueta blanca desapareció. Una fila de motos iluminó el muro frente al cual se encontraba la niña. Sibila paró de ladrar al tiempo que su mundo fantástico se desvaneció.  
Aquel foco que acariciaba el muro... silueta blanca y sinuosa... se fundió, quedando una pared insípida, despoblada de personajes, historias y emociones. 

La sesión de cine se interrumpió. 
El proyector se habría reventado por la lluvia. Los faros de las motocicletas de algunos vecinos alumbraban el paso al resto; unos regresaban a sus pequeñas casas de ladrillo, otros en busca de cubiertas y cartones secos para refugiarse. 
Sibila se aferró a la mano de su abuelo y juntos, bajo la lluvia, esperaron frente al muro con la esperanza de que el proyector volviera a activar su imaginación. 

La pequeña se resistía a volver a su rutina, siempre aburrida frente a esa diminuta ventana al mundo que le ofrecía el televisor donde muñecas maquilladas y repeinadas le intentaban enseñar los buenos modales de la vida. Ella no quería ser así, prefería viajar de la mano de su abuelo y de aquel manto blanco, ángel o diablo, pero capaz de descubrir ante ella mundos lejanos y desconocidos, tan reales o ficticios como ella.

Indefinidos años después, una mujer salía del cine y se alejaba entre los rascacielos, construcciones cada vez más corrientes, livianas y acartonadas que le parecían simples decorados de película. Subió a una buseta destartalada hasta llegar a su modesto barrio.

La luna comenzaba a entreverse, aceleró el paso. 

Poco antes de abrir la puerta de su humilde casa y con los mismos ojos vivaces de Sibila, volteó el rostro hacia el callejón que utilizaban los vecinos en su infancia para proyectar películas al aire libre sobre aquel muro.


Oswaldo Guayasamín
Fotograma a fotograma reconstruyó aquella escena lluviosa hasta quedarse dormida en su recuerdo. La luna marcó sobre la colina la medianoche. 

Observó las luces de los rascacielos que con tanto orgullo y cinismo gobernaban su ciudad…, su familia vociferaba para que preparase y sirviera la cena. 

Guardó silencio y esbozó para sí una pausada y delicada sonrisa. Así era, ir al cine se había convertido en su refugio clandestino. 

Ese era su único y gran secreto: después de largas horas limpiando el interior de aquellos rascacielos, cada atardecer compraba una entrada para sumergirse, entre la realidad y la fantasía, en la oscuridad de Sibila...