lunes, 5 de marzo de 2018

EL DOLOR AJENO, Y EL INSTANTE “CEDIDO”



© Natalie Volkmar Ossa

Ya son varios los fotoperiodistas que han reconocido cierto malestar psíquico al pensar que su trabajo se nutre del dolor ajeno. Viejo debate moral sin zanjar que no deja de reactivarse cada cierto tiempo, más aún cuando existen premios de renombre que inevitablemente acaban por fomentar la competitividad y con ello conductas poco éticas. Porque no todo vale cuando se trata de inmortalizar un pedazo de la historia de los otros, un drama que no nos pertenece. 
Sin intención de reactivar el espinoso debate deontológico sobre qué y cuándo fotografiar sin afectar o arriesgar la vida de la víctima,  no deja de sonar algo sarcástico el hecho de que la industria periodística siga premiando fotografías construidas desde el dolor ajeno.



No cabe duda de que el fotoperiodismo se manifiesta como un oficio fundamentalmente social en tanto que nos muestra un abanico de historias dignas de ser rescatadas del olvido. De no ser por este tipo de imágenes, posiblemente no saldríamos de aquel estado narcisista en el que entramos cada vez que rumiamos más de la cuenta alrededor de nuestro limitado mundo. Sin ellas nos resultaría más difícil aproximarnos a imaginar aquellas realidades que conviven superpuestas y que, tarde o temprano, acaban por confluir en un mismo espacio. Tal sería el caso del sur de España donde, desde un punto de vista metafórico podríamos visualizar el mar como una explanada de cadáveres; decenas de africanos ahogados por la huida, flotando entre el oleaje y el sol del amanecer mientras lanchas de turistas y bañistas despreocupados rozan los cuerpos sin tan siquiera detener su mirada.
Pero la imagen fotográfica quiebra ese filtro emocional, consigue avergonzarnos al revelar cómo por esas mismas aguas por donde estamos nadando se balancean a la deriva hombres, niños y mujeres. Allí están, ausentes y presentes para ceder el peor instante de su vida a algún fotoperiodista. Por eso no deja de suscitar cierto malestar el hecho de que esta clase de fotografías sean objeto de nominaciones, aplausos y trofeos.



Claro que puestos a asumir que la industria periodística ha decidido que es lícito galardonar este tipo de imágenes, me pregunto en qué lugar quedaría premiada la víctima ya que, al fin y al cabo, es la constructora y conductora de su propia escena.

¿Qué sucede cuando el decorado forma parte de la realidad de los otros y es la propia situación trágica que como un agente del diablo impresiona al espectador al generar una imagen dantesca? Si se trata de registrar un escenario ya montado, vivo, real y ajeno, no es descabellado que pensemos en el fotoperiodista, no tanto como en un autor sino como en un traductor capaz de conectar al espectador con la víctima a través de esa ventana indiscreta que acaba siendo el objetivo.


Distinto sería si el fotoperiodismo estuviera estrechando lazos con el arte, manipulando con la estética el drama ajeno…, claro que ahí habría un nuevo dilema ético, más que nada porque la industria periodística que tanto insiste en hacernos creer que existe un extraño concepto de objetividad sublime, está difundiendo dichas fotografías como "cobertura informativa", bajo aquella abanderada palabra, tan codiciada y casi profética: veracidad. Por este motivo, chirría y resulta más contradictorio que esta industria premie fotografías cuyo contenido esté generado y protagonizado por instantes que ni tan siquiera le pertenecen al fotógrafo…

Tiempo ha pasado desde el comienzo del auge del fotoperiodismo y ya son abundantes las fotografías que recogen aquel instante decisivo nombrado en su momento por Henri Cartier-Bresson, muchas de las cuales han sido premiadas con el Pulitzer o el World Press Photo. Pero seguro que todavía queda tiempo entre ceremonia y concurso para reflexionar sobre en qué lugar queda la víctima cada vez que comparte su dolor con aquella extraña e inhóspita cámara y le “cede” aquel instante con el que mañana el fotógrafo recibirá su exitoso galardón.