viernes, 5 de enero de 2018

LOS REYES MAGOS, PASAN DE LARGO




Aportar el nombre y apellido de quien se habla a veces puede resultar poco discreto y carente de exactitud en caso de que su perfil represente un alto porcentaje de la población ya que podría interpretarse que hablamos desde la excepción, cuando mi intención es hacerlo desde la colectividad. Omitiré este tipo de datos a fin de reflexionar con las palabras y la imagen que me aportó un joven, quien a pesar de lo solo que se encontraba, me hizo sentir que le acompañaban muchos como él. 

El reloj de la Puerta del Sol marcó la madrugada de un 5 de enero. El chico permanecía cabizbajo sobre uno de los fríos bancos de la plaza Colón. La luz tenue de la noche y el espacio desértico difuminaban su cuerpo que parecía ser una estatua de piedra olvidada por el museo arqueológico colindante. 
Estaba sólo, desaliñado y envuelto en su abrigo de plumas. Su rostro, oculto bajo la capucha y desdibujado por la bruma, parecía no existir. Agazapado entre su cuello y unos cuantos papeles no se cansaba de escribir con el desenfreno de quien toca una melodía apasionada al piano. 
El viento gélido borró su expresión de adolescente y agrietó sus delicadas manos que comenzaban a abrir heridas.
No era la primera vez que se pasaba la noche escribiendo bajo una farola, había encontrado en la palabra un aliado para dibujar en la atmósfera aquellas ideas que tanto le prohibían pintar sobre las paredes de los edificios.
A cada garabato desataba con furia una ráfaga de palabras hasta esculpir una imagen ilegal y prohibida:

“En mi ciudad, los reyes magos no existen…no lo digo yo, lo dicen sus discursos. Si fueran magos (o sabios) sus palabras serían originales, se saltarían un protocolo casposo, lucharían contra la desigualdad social y no respaldarían al gobierno que la fomenta. 
Se dirigirían al pueblo como iguales, sentirían vergüenza mostrando la puesta en escena de su riqueza mientras la gente no llega a fin de mes y va perdiendo su vida con interminables jornadas que les impide pagarse una casa.
Si fueran magos no permitirían los desahucios, que los viejos malvivan con una ínfima pensión, que las mujeres todavía tengan que prostituirse o que los bancos roben a la gente humilde. 
Para qué engañarnos, nuestros reyes tan sólo perduran como una lejana tradición, ya ni siquiera son ilusión, de ahí el culto a la lotería… simplemente están en nuestro imaginario como la figuración del pesebre, cómo pedirle magia a unos juguetes”. 


Pronto comenzaría a amanecer -pensó-, debería callar este tipo de pensamientos inapropiados y contentarme con mascar un par de dulces navideños baratos del super mientras mi madre se gasta su sueldo del mes en darnos regalos, convencida de que serán el antídoto contra tanta mirada que, según ella, vaga drogada de tristeza por el barrio. Claro que ese será un breve consuelo comparado con los perfumes, joyas, príncipes, princesas, coches o carruajes de alto standing y espacios de lujo protagonizados por otras glamurosas figuras de porcelana que desfilan por la vitrina de la santa televisión, escaparate de hadas madrinas. Cómo no querer hacer un grafiti sobre la pantalla del televisor…


Antonio Berni, Los Maniquíes vivientes, 1975.

Pero aquí seguimos, “Felices Fiestas y Próspero Año Nuevo” -se dijo-, cada año bajo el mismo eslogan, sumidos en una cápsula donde todo brilla menos nosotros que seguimos deambulando bajo una densa penumbra convertidos en una masa insustancial, sin rostro, imperceptible, que se dirige en bloque a los comercios para comprar un gramo de felicidad. Pero sólo nos venden eso, un gramo, un envoltorio hueco, un engaño de promesas perdidas en el sueño de una eterna espera. Porque, francamente, todos sabemos que el próximo año seguirá la misma espiral: corrupción, recortes, despidos, contratos basura, una precaria economía que desembocará en peleas familiares, divorcios, niños que no ven a sus padres, adolescentes que no tienen con quien hablar… alcoholismo, droga, soledad, violencia... Es más, suena tan cotidiano que ya ni siquiera nos impresiona, forma parte de nuestra rutina.


Antonio Berni
El móvil sonó, era su madre. Su rostro recobró vida, sus ojos, de un verde esmeralda saltaron como chispas tras quitarse la capucha, y con voz suave y tierna prometió volver a casa. Al colgar, el muchacho sintió una profunda nostalgia mezclada con una agria vergüenza de haber escrito todas esas cosas. 
Al fin y al cabo la navidad era el único momento en el que veía sonreír a su madre y a su abuela, y sí, evadirse en estas fechas era igual que esnifar una espumosa droga y bailar abrazados una milonga al son de los reyes magos. 
Iría a comprarle a su madre unos dulces en una fina pastelería y le daría un beso nada más llegar. Colocaría los regalos para su hermano, su abuela y su madre junto al pesebre y le escribiría una carta a su padre… allí donde estuviera... 

No podía defraudar a su madre y contarle que los reyes no existen, que para conseguir tener “Paz, Salud y Felicidad” primero hemos tenido que luchar contra la desigualdad social, contra un gobierno que nos desprecia, nos roba y humilla. 



De qué modo explicarle a su madre que la lucha luce más bella que la navidad, que rebelarse contra la opresión y reivindicar nuestros derechos es más gratificante que la espera. Y que ahí donde hay lucha siempre está la magia de poder convertir la utopía en realidad.  
Pero cómo iba a entenderlo su familia si desde pequeños les habían contado siempre la misma milonga: paciencia, bondad y decencia, ante todo decencia... 

El chico se dirigió pausadamente hacia una papelera, tiró cuidadosamente sus escritos y se dio media vuelta.
A paso lento cruzó la calle Serrano, poblada de ostentosos escaparates decorados con deshumanizados maniquís cuyas miradas impertérritas atravesaban con indiferencia el cristal.

Bajó las escaleras del metro y esperó largos minutos dentro de aquel túnel inhóspito y desangelado que parecía conducirle al infierno. Al entrar en el vagón comprendió, una vez más, que con tanto culto a un capitalismo maquillado de tradición, por mucho grafiti y rap… su vida, siempre seguiría igual.


Antonio Berni, Desocupados, 1934.