Era
una mañana de domingo, de esas que despiertan tanta nostalgia entre los
madrileños de antaño al recordar su vermut al aperitivo, el jolgorio y el
carácter de las guapas melenas de las gitanas vendiendo en el rastro. O la
cuesta de antigüedades con sus espejos, tocadiscos y cámaras fotográficas, todos
aquellos trastos amontonados, claro, entre bares repletos de avivadas charlas
mientras las palomas circulan por un suelo revestido del festín de pipas,
golosinas o aceitunas.
Mark
Rothko, 1968.
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Llegado
el mediodía, María, con sus noventa años y en compañía de su agraciado perro, salió a pasear como de costumbre hacia su bar de rigor.
Se
sentó en su mesa al aire libre, no sin antes haberse detenido en el kiosco a comprar el periódico, y pidió aquel vermut que tanto le recordaba a
cuando era niña y que olía tras la barra mientras sus padres entre amigos se deleitaban
de ronda en ronda.
Su
fiel compañero, tumbado sobre sus pies, la protegía del aire frío de la calle
mientras ella pasaba con cierta dificultad las hojas de aquel aparatoso periódico. Cada vez le
costaba más forzar la vista con la letra pequeña, decididamente prefería
mirar a su alrededor.
Levantó
aquellos ojos traslúcidos, de párpados ya cansados, y empezó a distinguir sobre
los balcones un desfile de repetidas banderas del color de su país; color sol,
color vermut.
Allí estaban; tendidas, enfiladas, impolutas y desafiantes,
tiesas en las ventanas de sus vecinos.
De
pronto, como si estuviera frente a un espejo de una de aquellas míticas tiendas
de antigüedades, su rostro difuminado se tornó sepia, regresó a la infancia. Allí
permanecía, rígida y clavada en el asfalto de esa misma calle agarrada a la
mano de su madre mirando perpleja los edificios bombardeados.
María
recordaba bien aquella imagen dantesca, fue entonces cuando ya a los siete años
comenzó a desconfiar de los políticos. Le parecía todo la misma historia, le
habían dicho que dios existía sin embargo, el cura no lograba dar una
explicación coherente de por qué ese dios tan misericordioso permitía que la
gente muriera bajo los escombros y se denunciara entre ella.
Al
acabar la guerra le habían dicho que los “rojos” eran monstruos pero nadie le
aclaró por qué los franquistas durante la Guerra Civil habían ordenado los
bombardeos intencionados sobre la población civil llenando la ciudad de miedo,
cadáveres y dolor.
Un desagradable escalofrío recorrió su cuerpo. Dejó el vermut sin llegar a sentir
siquiera un trago de dulzura, sus ojos se aguaron. Aquella fila de
banderas distintivas y amenazantes entre vecino y vecino había avivado en ella recuerdos
adormecidos o, quizás, anestesiados por el tiempo.
Revivió
cómo en julio de 1936 los golpistas se apropiaron de la actual bandera y del
término “España” para, a través de una avalancha de eslóganes que incluían el
resurgimiento de una España unida, católica y patriótica, justificar el golpe
de Estado al gobierno de la II República.
Le parecía sarcástico que fuera justo bajo el culto a esta luminosa e inofensiva bandera que se lograra sembrar el terror y la represión que tantos españoles sufrieron durante el franquismo.
Sí,
María era muy consciente de que los tiempos cambiaban, que se lo digan a ella
que recibió con asombro los aires frescos de mayo del 68, el final de la
dictadura y el despliegue de libertades de la movida madrileña. No obstante, no
dudaba… tenía aquella certeza que dan los años vividos, sabía que un gobierno
que infunde el miedo, engendra el odio e incita a la gente a ondear la bandera
contra un enemigo señalado, no cuida ni quiere a su población. De lo contrario,
jamás la arrastraría a una ruptura entre familias, vecinos o
naciones.
Käthe Kollwitz, (1921-1922) |
María,
que se había acostumbrado a hablar en silencio consigo misma, aquel domingo, ante
la portada del periódico que anunciaba las últimas noticias sobre el conflicto con
los independentistas de Cataluña, se preguntaba cómo iba a creer en la política
si dentro de un tiempo -cuando la cúpula de ambas partes decidiera, a puerta cerrada, pactar con un fuerte apretón de manos- el daño y el rencor entre
la población ya sería irreversible.
Acarició
afligida a su perro. Le parecía mezquino que unos dirigentes políticos, de un
bando o de otro, se escudaran en las banderas como discurso ocultando otras
muchas intenciones políticas, por cierto -ya se podía imaginar- nada patrióticas.
Se apoyó en el bastón para levantarse con la lentitud de su edad y se alejó dejando el periódico sobre la mesa que con la brisa del otoño fue desperdigando sus páginas por el asfalto.
Claro
que será una cuestión de fragilidad… dicen que los años vuelven más sensibles a
las personas y que, como los niños o los borrachos, los viejos acaban diciendo
sin temor las verdades.
Y es que tanta bandera da que pensar… no vaya a ser que
retrocedamos de la dulce y rabiosa movida madrileña, a la rigidez y al control de
un nuevo fascismo oculto tras la bandera, ya sea de aquí o de allá, adaptado
-claro está- al nuevo siglo, con discursos más modernos, más europeos…
Edvard Munch, 1894.
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