José Clemente Orozco, El muerto, (1925-1928). |
Era
un antiguo monasterio convertido en hotel con olor a mimbre y a café. Le
faltaba la abundante vegetación y los papagayos para que fuera Cartagena de
Indias y también la música para que sonara a Cuba pero, al menos, tenía una
hamaca, una pila de libros de historia del arte olvidados y un limonero.
El reloj se había pausado con el calor, el silencio de la siesta parecía señalar la hora del duelo…, hasta el viento del sur dormía. Las persianas como biombos protegían la intimidad del frescor hasta que una lluvia torrencial rompió esa monotonía del verano. Entonces se fueron abriendo como abanicos las ventanas de cada casa, el olor a humedad y la brisa del mar despertaron. Cayeron unos cuantos limones al suelo, rodando calle abajo como si se deslizaran por una cascada fresca y cristalina.
Una
guitarra comenzó a sonar. Bajo el portal de enfrente, un hombre curtido en
años, de pelo blanco y extrema delgadez, dominaba los acordes con fina elegancia.
Me acerqué a aquella sombra ingrávida que parecía casi celestial… tenía los
ojos cerrados, no sé si era ciego o le fatigaba mirar. Su musicalidad y su
cuerpo tan esquelético, casi traslúcido, parecían una metáfora de la lluvia, y cada
acorde una lágrima.
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Sentí el gemido del flamenco, y recordé un
cuadro que había visto hace años en el Albaicín en el que una mujer bailaba en
la oscuridad entrelazada a sus brazos.
Caminé calle abajo hasta la verja del patio de una vieja iglesia donde se había
quedado agazapado y olvidado uno de aquellos limones arrojados por la ráfaga del
agua.
Entré en aquel jardín poblado de tumbas, de llanto. La diminuta iglesia parecía extraída de un cuento y estaba clausurada con un candado excesivamente grande para su tamaño.
Me pregunté cuánto dolor encerraba aquel espacio que parecía tan
abandonado.
El olor a hierba mojada y la melodía de aquella guitarra que sonaba a plegaria, me hicieron recordar un episodio sucedido en mayo del 2002
en Bojayá, departamento del Chocó, Colombia.
Una
fotografía tomada por Jesús Abad condensaba la tragedia; era la imagen del
interior de la iglesia del pueblo de Bellavista. En ella, parte de sus habitantes
se habían amontonado para protegerse del cruce de balas entre la guerrilla y los
paramilitares. Un cilindro bomba arrasó la iglesia matando a gran parte de los
vecinos refugiados en ella. Aquella mañana, la iglesia, vacía de esperanza, yacía muerta. Se recuerda este episodio como
la Masacre de Bojayá.
A
lo lejos, el guitarrista ciego seguía tocando… parecía dedicarles a los
habitantes de Bellavista los acordes de su plegaria.
Fernando Botero, La Plegaria, 1949. |
Deslumbrada
por el sol, me di cuenta de que los adoquines volvieron a estar tapizados por el calor y las ramas del limonero rígidas como las cuerdas de aquella guitarra inexistente.
O quizás sí, quizás el guitarrista era un susurro o el espíritu de aquel callejón andaluz pintado con el blanco de sus canas.
En
cualquier caso, la taza de café llevaba tiempo vacía así que cerré el libro de
Historia del Arte que estaba ojeando y con él, dejé atrás al Viejo Guitarrista de Picasso y a La Plegaria de Fernando Botero. Ambas
obras, en un improvisado diálogo, habían despertado en mí aquel episodio hasta
entonces difuminado en un lienzo tan cambiante y caprichoso como lo es nuestra
memoria. Picasso y Botero ¿por qué no?, aquellos ojos aguados y cristalinos de
los campesinos parecían caminar en procesión bajo los versos asesinados de
Lorca…
Todavía, desde lejos, se escucha aquella plegaria del callejón sin salida donde el viejo, bajo los limoneros, le dedica sus acordes a todos aquellos que en un lamento prolongado lloran la pérdida de un hijo, un marido, una madre…o de un pueblo entero sepultado y humillado por la guerra.
Porque, seamos francos, ahora que
se habla con tanta frivolidad de “intervenir” en países que no respetan nuestro
ideal económico y político, también habría que hablar con el mismo desparpajo sobre
los civiles que murieron sepultados por las bombas, acribillados por las balas o
huyendo de una muerte casi segura hacia aquellos países que precisamente alentaron
su guerra.
Claro
que no es mi propósito hablar de política, aunque arte y política… ¿cuándo no
han ido de la mano? Es difícil vendarles los ojos a los artistas, que se lo
pregunten a Picasso con el Guernica y
a Botero con su serie El dolor de
Colombia o Las torturas de Abu Ghraib.
Y menos mal. Que el arte conecte al espectador con realidades algo más que estéticas… es un alivio.