miércoles, 28 de junio de 2017

LA CULPA




El golpe que sintió al caer sobre el asfalto le dejó semiinconsciente durante unos largos segundos. El cuerpo le temblaba. El hueso de su rodilla parecía haber estallado en astillas, como un puzle desecho o una roca convertida en arena. Al instante, pudo sentir los tendones de su pecho como las cuerdas reventadas de un arpa.
Tendido en el asfalto imaginó la ridícula imagen que estaba dando: un toro moribundo boca abajo. La bicicleta que le había atropellado se esfumó como un fantasma. 
Le costaba incorporarse con sus 85 kilos y prominente barriga pero su orgullo le podía más que el agudo dolor que sentía. La gente le observaba recelosa. Se levantó sin ayuda y buscó refugio en el bar de enfrente.

La luz de neón y la barra metálica del bar le deprimían, se sentía en la morgue si no fuera por el sonido de la televisión. Le sirvieron un botellín caliente. A menudo, en su juventud, había ingerido grandes cantidades de cerveza caliente así que no le incomodó. 
El primer trago le recordó a su pueblo, a la cantina de sus padres donde frecuentemente les cortaban la electricidad y no había nevera para enfriar las bebidas.
El sabor oxidado de la cerveza le servía de bálsamo; recordar sus primeros diecisiete años de vida, borraba por momentos las impurezas de su alma.

Su piel morena estaba adornada con unos claros ojos verdes que parecían ser un río atravesando un profundo bosque misterioso.
Recordó la pequeña iglesia de su pueblo, las frutas, canastos y verduras de los tenderetes del mercado y el olor a ganado cada vez que caminaba bajo la lluvia por las calles sin asfaltar...

Eduardo Kingman, Alba de Sangre, 1967.
Se fijó en las cucarachas negras que permanecían clavadas con sus antenas en los rincones de las baldosas del bar, prácticamente no se habían movido desde su llegada. Ese negro metálico de la cucaracha siempre le había generado inquietud. Le parecía un insecto abúlico y sucio pero por otro lado, le resultaba sobrenatural y elegante con esa textura casi galáctica. Quizás por ello llevaba tatuado un escarabajo negro en su pecho. Aunque más bien era porque le recordaba al uniforme de las fuerzas especiales de su país, muy similar a la apariencia del escarabajo. Esa imagen le fortalecía.

Le quedaban siete horas para su vuelo. Debía regresar al hotel y dormir un par de horas. El cuerpo seguía adolorido pero prefería pensar que no se había roto nada, no podía ir a urgencias ni perder aquel vuelo. De hecho, su paso por Madrid no debía ser visible, esa fue parte de la condición del encargo.


Se dirigió a su hotel frente a la estación de Atocha. Las habitaciones se alquilaban por horas a prostitutas que subían con clientes poco visibles. Eran habitaciones sórdidas, oscuras y frías con un pronunciado tufo a tabaco, alcohol y sudores corporales. Encendió la televisión y se tumbó adolorido sobre la colcha, que aun conservaba el hedor a colonia barata del anterior cliente.

Le gustaba ver las noticias aunque nunca llegó a conmoverse con los sucesos, desastres naturales o guerras. Tampoco se interesaba por la política, le parecía un negocio más cínico que el suyo. No votaba ni tenía ideología alguna, sólo creía en el dinero.

Una noticia internacional captó su interés. La esperaba. Se había hallado el cuerpo sin vida de un reconocido líder sindical desaparecido semanas antes. 
Conocía mejor que nadie ese suceso y tampoco le hacía parpadear. Había sido una orden y él se había limitado a cumplirla. 
Lo reconocía,  era uno mas de los muchos que trabajaban por dinero sin pensar.
Aun así, le gustaba aferrarse a su cruz de oro que colgaba delicadamente sobre su tosco pecho. Podría volver a su rutina en un par de semanas, cuando hubiera pasado el revuelo inicial de algunas organizaciones pro derechos humanos. Afortunadamente -pensó- la prensa olvida en unas horas esos pequeños y cotidianos sucesos.

Como si se tratara de un rosario, le daba vueltas a su cadena de oro mientras ensimismado, escuchaba la noticia…Sólo había una cosa que sacudía su frialdad y era no sentir el peso de la culpa. Le habían entrenado bien, pero ese estatus de soldado domesticado y robotizado no dejaba de producirle cierta incomodidad con el paso de los años. Veía en él a un alma muerta que ejecutaba sin preguntar, un idiota al fin y al cabo.  


Eduardo Kingman
Le disgustaba imaginar cuál sería el rostro de la viuda del sindicalista y de su hija. 
Las veía a las dos, entrelazadas como animales indefensos, calladas por su tristeza y condenadas al olvido.  
Sin embargo, le irritaba mas aun imaginar a su jefe de la alta sociedad con su traje impoluto y perfume caro, acompañado de su mujer e hijos dándole el pésame a la viuda y a la pequeña, que suponía, no iban a estar muy convencidas de su sinceridad. 

¿Sentiría su jefe el peso de la culpa tras haber dado la orden?

Su condición de ejecutor, sicario, paramilitar, escarabajo o más bien, simple cucaracha prescindible era, principalmente, no sentir, no pensar, no hacer preguntas. 


Pero no dejaba de resultarle extraño que gran parte de la población tampoco hiciera preguntas, que siempre acabara creyendo la más inverosímil versión oficial, muy a menudo, respaldada con ahínco por los principales medios de comunicación.

Sus jefes seguían desfilando con el paso de los años por las revistas del corazón, por los actos oficiales, las fiestas de la alta sociedad, los congresos de empresarios, las reuniones políticas y, sin embargo, la sociedad seguía confiando en el caché de su apariencia, deslumbrada quizás por el brillo de sus zapatos, la finura de los vestidos de las esposas o el carmín de sus amantes, como él estaba deslumbrado con el color excéntrico del caparazón de las cucarachas.

Apagó el televisor. Cogió el pasaporte que le tocaba esta vez y pensó que pronto dejaría su trabajo, otros más jóvenes presionaban para sustituirle.


Oswaldo Guayasamín, Madre y niño, 1992.


El avión despegó al tiempo que disminuía el dolor de las contusiones de su caída. Desde lo alto, observó lo que durante días fue su ciudad escondite,  una maqueta insignificante tapizada por las nubes.
Una vez más su trabajo fue fácil e impecable, se esfumó como un fantasma, tal como lo hizo el ciclista que horas antes le había atropellado y al cual jamás vio la cara, como tampoco llegó nunca a ver los ojos de aquel sindicalista al cual disparó.





Todo salió y se enterró según lo previsto. Y lo único que le incomodaba, la imagen de la viuda y de su hija, se evaporó en el olvido de algún remoto pueblo de las montañas donde permanecen agazapadas con su recuerdo.

Sus jefes continúan alardeando de su pulcritud y honorables principios mientras parte de la población, una vez más, confía en la falsedad de sus abrazos...o quien sabe, quizás, simplemente aceptemos su hipocresía.