Oswaldo Guayasamín |
Le
daba miedo el vacío... no era la nada, ni la oscuridad o el silencio lo que
tanto vértigo le provocaba. Tampoco la muerte, pensar que algún día sería una invisible
partícula que vagaría entre vientos del cosmos no le asustaba, más bien le
agradaba la idea de ser una libélula gravitando entre estrellas.
Que
alguien la echara en falta no lo esperaba, sabía que nadie la quería, ni ella
misma lo hacía. En cierto modo eso le aliviaba,
no tener por quien encariñarse a una vida que vislumbraba cada vez más corta.
Lo que sí le generaba un profundo vértigo era aguantar el paso de las horas, tan
lentas…
A
través de su ventana, un agujero alargado en el tabique por donde apenas podía
respirar, intentaba romper la claustrofobia que le provocaba vivir en aquel bajo, tan frío e inhóspito.
Admiraba y envidiaba con desazón la vida que desprendía el resto del mundo. Parecía que la única farola fundida en la ciudad estaba en su pequeña habitación, con aquella bombilla colgaba del cable desgastado y mustio.
Quizás la única mota opaca entre los viandantes era su propio cuerpo o quizás, ya se había convertido en una diminuta partícula que viajaba al retorno de sus días entre los tristes vagones del metro.
Pasaba
largas horas en aquella habitación insípida, más horas que sus años que tan
sólo eran 22, de hecho, sus momentos más placenteros, si podía llamarlos así, eran
sus viajes en esos desangelados vagones de metro entre desconocidos. El que la
gente cabizbaja únicamente fijara su atención en sus móviles la permitía
observar tantos rostros e imaginar tantos estilos de vida que sentía estar ante
una pantalla de cine.
Oswaldo
Guayasamín
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Los
fines de semana las risas y el barullo de la calle que rondaban la ventana de
su habitación la atormentaban. Sólo veía filas interminables de zapatos
invadiendo su habitación sin tan siquiera fijarse en su presencia. Se sentía
escupida. Estiraba sus dulces y frágiles dedos a través de los barrotes de su asfixiante
ventana para ser invitada o tan solo para ser partícipe del aire fresco que respiraban
aquellas personas.
Era
tímida y a pesar del tiempo que llevaba en España no dominaba el lenguaje coloquial, menos aún la jerga. Tampoco tenía dinero con el que pagar algunos minutos
de compañía en un bar donde poder hacer amigos. Hubiera querido conocer a alguien
de su edad para no deambular sola por las calles o bares, su timidez
no se lo permitía y menos aún la educación que había recibido. Aunque tampoco
hubiera podido mantener una amistad; hablar de su vida era avivar el vacío...
Le
disgustaba los constantes vómitos de los borrachos sobre su ventana en verano,
era un olor que se quedaba días impregnado en su colchón. Los gritos
estruendosos en la madrugada y las botellas golpeadas contra el asfalto emergían
como seres desfigurados, demonios que se burlaban de su miedo. Nunca lograba ver
el rostro de aquellas voces cuya brutalidad le recordaba a los gritos de los militares.
Así es, estaba vacía, solo le quedaban aquellos recuerdos que acribillaban su pecho como cristales para devolverle el reflejo de un pueblo perdido, enterrado bajo los escombros de sus casas, un desierto donde tan solo parpadeaba su recuerdo como un quejido.
Pronunciaba la palabra muerte sin temblar, como si se batiera en un duelo. Era incapaz sin embargo, de nombrar aquello que la muerte se había llevado consigo, únicamente esperaba que el paso de los años la convirtiera en aquella libélula que gravitaría en el espacio junto a los suyos.
Así es, estaba vacía, solo le quedaban aquellos recuerdos que acribillaban su pecho como cristales para devolverle el reflejo de un pueblo perdido, enterrado bajo los escombros de sus casas, un desierto donde tan solo parpadeaba su recuerdo como un quejido.
Pronunciaba la palabra muerte sin temblar, como si se batiera en un duelo. Era incapaz sin embargo, de nombrar aquello que la muerte se había llevado consigo, únicamente esperaba que el paso de los años la convirtiera en aquella libélula que gravitaría en el espacio junto a los suyos.
Oswaldo
Guayasamín
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Le
gustaba poner velas en su habitación para recordar su infancia, y que lejos
quedaban aquellos años en los que podía cobijarse al calor de la chimenea y
escuchar el crujido que desprendía la leña. Cómo le gustaba distraerse con la
infinidad de figuras que perfilaban aquellas llamas al bailar como diosas.
Su
pasado se detenía allí, junto al olor de los dulces recién hechos, protegida por las
caricias de su madre; y allí moriría su presente, entre los brazos de su pasado.
No quiso decirnos su nombre pero por su dolorosa mirada podría llamarse Palestina, aunque podría tener los ojos miel de Siria o guardar el silencio de las víctimas de Colombia…
La
conocemos a través de muchos rostros, el suyo se oculta tras los barrotes de una
habitación vacía donde pasa sus largas horas como una estatua fuera de lugar, congelada
en el momento en el que fue esculpida y deseando tan solo ser derretida por
el calor de su infancia.