viernes, 13 de enero de 2017

ESPEJO NOCTURNO



© Natalie Volkmar Ossa

He olvidado ya su nombre aunque su apodo de joven era Narciso. Su nuevo mote lo desconozco pero sí tengo grabada su imagen con el detalle de una calcomanía.
Recuerdo sus ojeras como profundos surcos donde navegaban las cenizas de su amargura. Sus ojos, hundidos en dos agujeros vacíos, sugerían túneles tenebrosos que conducían al calor del infierno. Su rostro, opaco y frío, desprendía una constante turbación.  Si bien, mantenía con ahínco la mirada fija a las personas a fin de ocultar la languidez y cobardía de su alma. En eso aún le quedaba un retazo de valentía o quizás, más bien de orgullo.

La línea de su boca había desaparecido por el silencio de tantos años, aquel mutismo que ahogaba cada noche en alcohol y drogas había convertido su rostro en un áspero cascarón de ojos asustados. Y su piel, una sucesión de pliegues que se enterraban en fangos,  arrugas o grietas de arcilla seca. 
Apenas vocalizaba, le costaba encontrar las palabras y armar de seguido más de una frase. Ese tartamudeo inesperado le desquiciaba, ponía en evidencia su inseguridad y subrayaba su baja autoestima, no recordaba cuando apareció. Tampoco recordaba en qué momento comenzó a detestar la soledad, quizás en el instante en el que se sintió marginado en su propia ciudad. Esa sensación de desarraigo y desencanto le impulsaba a deambular cada minuto de vicio en vicio. 

Ocultaba la hipocresía y flacidez de su rostro bajo el humo de su cigarro que lograba desprender cierto enigma, más aún bajo la luz tenue de los locales nocturnos. Se dejaba adular de todo tipo de mujeres capaces de subirle el ego y se refugiaba entre sus piernas como un pequeño animal. Las prefería a ellas, los hombres le provocaban unos celos feroces que lograba disimular, no sin cierto cinismo.

Nada le saciaba. El ritmo del consumo de los vicios más morbosos se sucedían como su único bálsamo. Nada le quitaba el vacío. La ansiedad se incrementaba. Su humor se tornaba agrio y ácido como el aliento y sudor que desprendía. Sus extremidades habían empequeñecido, cada día menguaba más a medida que su egocentrismo crecía. Tan sólo se preocupaba de encubrir como un volcán su resentimiento bajo los efectos de las drogas o apaciguarlo con su cigarro, fiel compañero convertido en cenizas, como todo aquello que le rodeaba.

Anochecía. La percusión que producían las gotas de lluvia sobre el tejado le incitaron a mirar por la ventana. Encendió su pitillo. La buhardilla estaba repleta de ranuras por donde se filtraba el viento helado. Tenía los pies fríos y el estómago vacío, debía cenar algo antes de salir, con la edad su estómago se había vuelto frágil y el alcohol cada vez le provocaba más ardores.
La lluvia caía con brusquedad mientras él fumaba compulsivamente.
De pronto la presencia de un extraño en la ventana de enfrente despertó su interés. Nunca antes había reparado en él, solía gustarle observar a personas desconocidas que no se percataran de su presencia. Tenía esa capacidad de pasar desapercibido y sabía aprovecharla, aunque no sería sincero si no reconociera que le resultaba desgarrador ser un hombre tan insignificante que a los ojos de los demás fuera invisible.
Observaba con atención cómo el joven muchacho del piso de enfrente sí era de aquellos que atraía las miradas con aquel magnetismo que él no tenía. El joven  se movía con la agilidad de un acróbata, tenía la musculatura fibrosa, los cabellos rebeldes de alegría y una mirada que irradiaba vigor. Le disgustaba. Compararse con aquel veinteañero le producía un malestar que le agujereaba el estómago y mareaba el alma. A fuerza de perfilar su egoísmo había conseguido que ninguna emoción incómoda perturbara su ánimo pero aquel muchacho, delgado y menudo como él, había conseguido despertarle un sentimiento ya olvidado, la añoranza. Efectivamente, aquel joven entusiasta que desprendía tanta frescura le recordaba a él treinta años atrás; el mismo ímpetu, la misma gracia.
Su mirada estaba presa en la ventana, hipnotizada con aquel desdoblamiento en el tiempo. 

Ángel Orcajo, Símbolo amenazante, 1973. 
Repentinamente vio su reflejo en el cristal. No se reconoció.  Tenía ante sí un rostro angustiado, quemado de vicios y derrotado de ansiedad. Mientras el joven encarnaba la primavera, él era un enfermo e impenetrable invierno.
Pensó en aquel retrato de Dorian Gray, ¿se habría convertido en un rostro podrido, trazado por su mala vida? Para qué negarlo, había sido vicioso, traidor, mezquino, mentiroso, trepa, infiel, manipulador, había disfrutado con el mal ajeno, había sido vil, cruel…pero y ¿quién no lo había sido alguna vez? Aun así, desdoblado en aquel joven podía imaginar la profunda decepción que hubiera sentido a los veinte años de haberse visto en el futuro. Solía mirarse a menudo en el espejo para perfilar con meticulosidad su barba, era presumido, sin embargo, jamás había visto aquello que el cristal de su ventana reflejaba: un hombre decadente.
Si, efectivamente, su ciudad le había abandonado…o quizás, le había olvidado.   
El paso de los años tambalearon su confianza y el aburrimiento se había instalado en su cotidianidad como un virus hasta evaporar sus proyectos con el alcohol. Comenzaron a disgustarle las sonrisas ajenas,  envidiaba a los enamorados y detestaba las historias con final feliz.

La noche oscureció el reflejo de su rostro. Había llegado la hora de salir. 


Él mismo se había definido con orgullo como un hombre de la noche, perro callejero y pendenciero. No iba a permitir que un simple destello de luz destrozara su ego. Estaba decrépito sí, como todas aquellas personas con las que se codeaba en los locales nocturnos, si no ajadas físicamente, sí mentalmente: deshabitadas de ilusión, agarradas a la copa como quien se aferra al último sorbo de la vida.
No era el único. Eran muchos los abandonados por la ciudad. Todos ellos se refugiaban al anochecer en un cálido infierno, entre drogas, seducción, máscaras, decoración pastiche, música, juegos, luces ilusorias... donde él se sentía el rey.

Finalmente abrió el armario en la penumbra de su habitación, se puso su camisa estrella de estampados, se perfumó y decidió salir cuanto antes a su hábitat, la calle. 


Ángel Orcajo, Transformación, 1960.
Caminando bajo el leve chispear, su sombra destellaba en el asfalto. Se subió los picos de la chaqueta y encendió un cigarro.  El vacío de la calle le hizo recordar unos versos:


“Fuera la luna platea,
cúpulas, torres, tejados:
dentro, mi sombra pasea
por los muros encalados.
Con esta luna, parece
que hasta la luna envejece.”

A. Machado,  
La luna, la sombra y el bufón.




A cada paso, ocultaba con el humo que exhalaba el reflejo de su sombra y pisaba cada brillo que destellaba sobre el asfalto. Cavilaba. 
No, su ciudad nunca le había abandonado. Rompiendo el silencio de la noche con sus abrumados pensamientos dio con una revelación: acababa de desenmascarar el verdadero rostro de la ciudad. No era el artificial glamour de los edificios, ni la repentina euforia pasajera de los viandantes. El verdadero rostro de la ciudad era aquel que no deslumbraba, aquel que se camuflaba imperceptible entre los muros, que caminaba agazapado y apesadumbrado, etéreo como la contaminación del aire. Quién era la ciudad sino él mismo. 

Su rostro personificaba el alma, el fondo, los viejos cimientos de la ciudad, el desafecto, la frustración y crudeza urbana, todo aquello que no sale a relucir más que en la clandestinidad de la noche. Él era el susurro desesperado que difumina el resplandor del sol y cuyo velo la luna retira con el devenir de la noche. Era su rostro quien simbolizaba el abismo de la auténtica y atormentada ciudad. El egoísmo y llanto de la metrópoli. Y ella, tan sólo era un despiadado espejo sobre el cual mirar su rostro en aquellas noches sinceras y plateadas.